19 octubre 2013

El libro digital


Es indudable que está llegando para quedarse. Y es fácil predecir que su desarrollo técnico será incesante, que va a ser de uso común y que va a reemplazar, en la vida de muchas personas, sobre todo las más jóvenes, al libro de papel.

El margen de duda –y espacio de discusión– es el siguiente: si va a terminar desalojando definitivamente al viejo libro; si va a generar un nuevo modo de lectura (y con ello, de proceso mental); y, en definitiva, cuán beneficiosa o perjudicial será su tecnológica aparición, dada la multitud de aplicaciones que trae aparejadas.

En principio, es nada más que una herramienta. Si bien partiría de asombro la mandíbula de un hombre de principios del siglo XX, no deja de ser un artefacto y un vehículo. Igual que lo fue, y aún lo es, nuestro libro impreso, que tal vez irá convirtiéndose en un producto como de talabartería, un objeto decorativo, el habitante mimado de algunas futuras tiendas de antigüedades.

La nueva tecnología textual es instrumental y moralmente neutra, sí. Tanto como la energía atómica. Pero, todo sea dicho, también los aromados libros de papel fueron portadores de desorden y destrucción. Nuestros mayores problemas nunca empiezan por lo que ponemos afuera, sino por lo que ponemos adentro.

Dejemos por ahora tales consideraciones. Lo cierto es que un editor actual no puede quedar al margen de este desarrollo. El libro digital ya forma parte del escenario de su oficio. Respecto del libro de papel, el tema a plantearse, mirando al futuro, es si deberá a la vez conservarlo o de una vez abandonarlo. Es temprano no sólo para decidirse, sino incluso para asegurar que llegará el turno de una decisión de esa naturaleza. Por ahora conviven papel y pantalla, y por un buen rato así será. Pero es indudable que ya, ahora mismo, han cambiado las reglas de juego.

Hay un aspecto, algo parecido a un giro de la fortuna –no precisamente de la fortuna material, pero sí en relación con ella–, que saltó a mi vista hace unos años, apenas presentada la innovación tecnológica: ¿no será éste el camino para editar y reeditar las obras de tantos autores que no sólo quedaron afuera "del mercado" por razones de oficialismo cultural y esnobismo general, sino también por la impotencia económica que caracteriza al pequeño club de editores del que me complace formar parte?

En otras palabras: todos estos grandes autores apenas ganaron una moneda con su talento, y creo haber sido al menos coherente con ellos (y con los que me antecedieron, y con los que me acompañan) ganando apenas una moneda con mi impericia. Perdido por perdido, el desenlace está cantado: ¡victoria! ¿Qué mayor honor y felicidad que poder al fin editar y difundir gratuitamente? ¿Qué mayor libertad?

Claro que, electrónicos o impresos, seguimos hablando de libros. Por eso, perro viejo, lo que haga, lo haré a mi manera. De la que daré explicación en una próxima entrada, en vísperas de la aparición del cuarto libro de nuestra Biblioteca Digital.